Algo
de Ibone Olza que nos encantó y queremos compartirles….
Nacemos
para amar. Y para ser amados. El amor no es un capricho ni un lujo. Por el
contrario es algo central para la supervivencia de nuestra especie. La
naturaleza ha previsto que las madres se enamoren de sus bebés desde el
nacimiento y que sea este amor el que modele el crecimiento de la criatura.
En
base a esta primera relación amorosa se irá desarrollando el cerebro y con él
la personalidad del recién nacido. Lo que la naturaleza ha diseñado para la
supervivencia de nuestras criaturas es una maravillosa y fascinante sincronía
de madres y bebés. Cuando el ambiente es respetuoso con las necesidades de
ambos la crianza se convierte en una experiencia del más profundo y verdadero
amor. Ahora sabemos que es la química de
ese amor la que permite a los bebés crecer confiando en la vida y disfrutando
al máximo. Esa química amorosa que se
traduce en salud y placer.
Sin
amor no crecemos. O crecemos maltrechos. Es la otra cara de la misma moneda.
Cuando el vínculo falla, cuando por diversas razones los bebés no consiguen
apegarse a sus madres y padres todo resulta mucho más difícil. Cuando se
obstaculiza la química y no se permite la construcción natural de los cimientos
del apego el resultado es dolor, dificultad, sufrimiento, desconfianza y en el
peor de los casos desapego. Desapego que también se traduce en alteraciones
cerebrales, crecimiento patológico, problemas de salud e incluso patologías mentales.
Nacemos
para amar y sin amor no crecemos. Pero esto no se suele enseñar en las
facultades de medicina. A los médicos no nos inculcan la importancia del amor,
ni como afecta a la salud. Es más, raramente se menciona el efecto del amor en
los cuidados o en la relación con los pacientes. Dedicamos años al estudio de
la química de la vida y del funcionamiento del cuerpo humano pero apenas
aprendemos nada sobre la necesidad de amor para el crecimiento y la salud.
Lo
que la ciencia del apego nos enseña es fácil de resumir: hay que cuidar a las
madres para que puedan vincularse eficazmente con sus bebés. Cuidar a las
madres significa respetarlas, escucharlas, sostenerlas. Pero ese respeto a las
madres que debería ser el punto de partida todavía brilla por su ausencia en
muchas facetas de nuestra sociedad,
incluida la ciencia. A lo largo de décadas las madres y sus experiencias han
sido desautorizadas, ninguneadas o incluso culpabilizadas desde la psiquiatría,
la psicología, el psicoanálisis o la medicina. En vez de ser tomadas en cuenta
como verdaderas expertas y conocedoras de sus hijos han sido excluidas,
privadas en ocasiones incluso del contacto con sus hijos o bebés, tachadas de
inmaduras o inconscientes e incluso maltratadas.
Desde
que inicié mi formación profesional como psiquiatra infantil me resultó
chocante esa actitud despectiva hacia las madres en el entorno médico y psiquiátrico.
“Esa madre es una histérica” era una sentencia habitual. A lo largo de la
historia de la psiquiatría a las madres tristemente se les culpó de
enfermedades tan graves como el autismo, la esquizofrenia o la anorexia
nerviosa. Esta actitud persiste en muchos ámbitos y a veces reaparece
disfrazada. No es de extrañar que el sentimiento de culpa sea tan frecuente
entre muchas madres occidentales.
Se
necesita una aldea para criar a un niño, dice el proverbio africano. Sostener y proteger a la díada madre bebé no
es tarea exclusiva del padre sino que debe ser una prioridad de toda la
sociedad. Mi intuición es que nacemos para amar y que amando podemos crecer
hasta lugares insospechados pero que intuyo gozosos, creativos, llenos de alegría
y tan ricos en matices como un paisaje de naturaleza virgen.
Texto
completo en: La ciencia de las madres